En esta prisión solo basta un salto de 220 centímetros de alto para burlar el muro que separa a los reclusos de la calle, escapar y recuperar la anhelada libertad.
Un martes 21 de agosto, un fuertísimo temblor a las 4:31 de la tarde llevó a que ocurriera lo impensado en la Cárcel municipal de Puerto Carreño: la fuga de los presos.
Las mesas, las sillas y los camarotes de la prisión donde conviven 74 personas se movían de un lado a otro y por la mente de muchos de los reclusos se piensa en saltar aquel muro que los separa de la calle, en pleno centro de la capital de Vichada. También hay quienes intentan forzar la puerta para escapar ante el temor que una pared les caiga encima.
Un llamado afanoso de otros reclusos, cuentan algunos presos, evita que se vuelen por miedo al temblor que mueve los cimientos de esa cárcel. “Vengan, no lo hagan”, gritan desde el patio a los otros compañeros.
El grito es efectivo y todos quedan atrincherados en un patio de cinco metros cuadrados, esperan que el temblor deje de sacudirlos. Los remezones empiezan a resquebrajar las paredes y las grietas quedan marcadas en los muros carcomidas por la humedad del viejo edificio. Una columna queda algo inclinada, pero en la cárcel se resisten, finalmente, a salir de prisión y se aferran los unos a los otros.
Adentro la poca luz que reciben es la que entra por el pequeño patio, en las celdas improvisadas por el hacinamiento hay total oscuridad. Una pequeña sábana los acompaña en la noche y para el bochorno les instalaron un ventilador diminuto que parece un juguete y suena como un carro viejo. A veces no pueden dormir por el calor, pues la electricidad de Puerto Carreño depende de Venezuela y si en ese país la quitan, los presos señalan que “se jodieron”. Luis y los demás reclusos tienen apenas un inodoro dañado para hacer sus necesidades y una tela que los cubre para tener algo de privacidad. Para bañarse les toca sacar baldes de agua de la alberca.
Fuente: El Tiempo